Chinatown
Anduve vagando un día sin nada que hacer, muriendo de melancolía, me fui caminando hasta las profundidades de la ciudad, por callejones que desconocía y viendo gente extraña y niños llenos de alegría. Hasta que de pronto todo era rojo, amarillo y dorado, colores llamativos olores repulsivos provinientes del pescado fresco. Había caminado tres decenas de calles sin percatarme de dónde había parado. Miró hacia al frente y todos me parecían muy similares, ancianos sentándos en una banca recostados de la pared usaban pantalones de lino marrón desgastados y camisas blancas manchadas por los años, remangadas hasta los codos y un sombrero gigante de alguna especie de palma, delgados y pequeños de tamaño, las señoras cabizbajas respetando la importancia del patriarcado. Por ahí iba yo caminando, mirando huevos milenarios de patos, fruncidos en vinagre y tofu curtido en jarros. Fetos de animales envasados, raices y ramas que curan desde la impotencia sexual, hasta el cáncer. Callejones estrec